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Elogio de la brevedad

ANTICIPO, de Marta Dulce

La cadencia de su carcajada colmó el salón repleto de cadetes en tanto los aplausos sacudían las tablas del escenario.

Ante el micrófono, el general elogiaba con gracia las anécdotas grotescas de históricos gendarmes y ensalzaba la valentía de soldados haciendo gala de una glamorosa estirpe militar.

En la sobria penumbra las gorras resplandecían tan blancas como los guantes furtivos y sensuales que acariciaban los muslos de señoritas modosas. Ellas, sumisas, sonreían sentadas al lado de cada flamante egresado.

Todas, excepto una, la elegida por el único cuyo birrete escondía los ojos del pervertido envalentonado por el poder de su impecable uniforme, el que gozaría de su desenfreno protegido por la algarabía de las sombras.

Ese, que años más tarde, con las manos secas de arrebatar inocencias, clavaría su mirada en el horizonte despejado por la obediencia debida y el suicidio de aquella que percibió, en aquel entonces, el devenir de la locura.

TRÍPTICO EXISTENCIAL, de Adrián Escudero

 

1. LUNA DE HIELO

Ahora sé de dónde ha venido. De detrás del lado oscuro de su rostro; allí, donde la luna y sus cráteres son de hielo... (Pero el hombre de la luna tiene miedo de nosotros).

 

 

2. LA DECISIÓN

Ahora puedo hacerlo, dijo. Entonces, vulnerando el carril derecho por donde transitaba, y sin mirar por el espejo retrovisor, dobló a la izquierda y... cambió el destino del Universo.

 

3. VUELO ERRANTE

Ahora, si no puedo guiar o detener tu vuelo errante, hijo mío, quizás pueda -más tarde- cerrar las pérfidas heridas que se abrirán en tu alma, cuando golpees la dura cerviz de la soberbia contra el muro impiadoso de una equívoca existencia…

TRIUNFO, de Graciela Bucci

TRIUNFO, de Graciela Bucci

Otra larga noche.

El techo me dispara formas familiares, el sueño no viene. Y la mente continúa con su vértigo. Intento en vano llamar al gran ausente.

Fijo la vista en la vieja cortina. Curiosamente, descubro en ella un agujero de contornos nítidos.

Hasta ayer, pasó desapercibido, hoy cobra una relevancia inusual; me desvela me preocupa. Quiero ignorarlo, sin éxito. Clava su mirada oscura y vacía sobre mí. Apago la luz, le doy la espalda. Y comienza el ardor. Lacerante; flecha aguda, precisa, que se clava, perforando la piel desnuda. Siento que en su profundidad infinita el hueco cobra vida, me señala, me marca. Es una  mira enorme que apunta en busca de un  blanco perfecto.

Algunos coches tardíos de la calle le prestan su reflejo. Decido levantarme. En un gesto ilusorio, enrosco la cortina, trato de ocultar bajo los pliegues a mi gran torturador.  Sentada en la cama, miro la tela amorfa.  Sé que en su interior algo me vigila;  decido liberar al cobarde.

Ya casi amanece.  La calle me recibe con sus brazos de ébano.  Sólo la pueblan algunos insomnes, como yo.

Pienso en el ojo, triunfante, refugiado en la tibieza del cuarto abandonado, mientras espera su próxima víctima.            

                                                                          

 

LOS CONDENADOS, de Norberto Pannone


    Acurrucados, temerosos, alertas. Todos estaban allí aguardando la macabra hora del trágico final.
    Ese rectángulo que los contenía era su última morada, después, perderían sus cabezas uno a uno en una muerte inaudita, brillante, inexplicable.
    Un hilo de luz se filtró por la abertura y una vez más, uno de ellos fue arrancado de allí. Escucharon luego la friega y el estampido y, temblando de furia y de miedo, comprendieron que otro de sus hermanos había muerto.
Era verdaderamente aterradora aquella incierta espera. Ninguno de ellos sabía a quién podría tocarle de ahora en más. La inminencia de la muerte exacerbaba el albur que cada uno correría.
   Elegidos al azar, sin discriminar. El verdugo nunca se detenía a mirarlos, sabía muy bien que cada uno debía morir tarde o temprano.
    La voz llegó hasta ellos y los sacudió con su fatídico sonido.
    -¿Dónde dejaste los fósforos?
    -Sobre la alacena -respondió otra voz.
    La gigantesca mano tomó a otro de ellos y con terrible saña, le arrancó la cabeza al frotarlo sobre el costado de la caja que los contenía.

SIEMPRE QUISO MATARLA, de José Valdora

En una época lo decía como un chiste después de que ella contara alguna pavada.

Más adelante lo decía a sus amigos quejándose del derroche que hacia del dinero.

Pero esta vez todo había llegado muy lejos. Él tenía una 22 en su sien y a ella dispuesta a disparar. No solo él quería matarla, ella también a él.

Él siempre la culpó de todo y ella siempre creyó ser la culpable.

Él sin darse cuenta la fue matando de a poco y ella así, ya sin querer vivir, solo soñaba con vengar su muerte antes de morir.

                                                                                                                     

CORTOS DE GUERRA 2, de Hernán Salvarezza

I.

Nunca es tarde le habían dicho, nunca es tarde para empezar o para reparar lo que hicimos mal. Sin embargo Juan pensaba distinto, estaba decidido, pero se sentía tironeado por dos afectos muy diferentes. Había visitado a su novia, esta le había dicho que era una locura, que podían salir del país, empezar de nuevo y que  no era necesario arriesgarse tanto. Pero Juan no escuchaba razones, estaba ciego a la lógica de sus  familiares, sentía que le debía algo a su país y que tarde o temprano esta le reclamaría su deuda. En la calle abundaban las manifestaciones, los carteles de propaganda y las reuniones de jóvenes como Juan que buscaban unirse a las filas de la nación y luchar por un mañana mejor.

II.

Eran las 3 de la madrugada cuando cruzó la última barrera,  solo le quedaba un remoto puesto fronterizo que dejar atrás. Laura tenía un salvo conducto, un documento, preciado y deseado por muchos. Para la embajada la fecha ideal para cruzar sería el dos de Mayo, pero Laura, retrasada por ayudar a la resistencia, cruzaba el cinco. Sus papeles vencidos quizás no servirían en el borde alemán o quizás el soldado, cansado y  con ganas de volver a su casilla podría pasar por alto el error, aunque sea por un sola ves.

III.

Sonia corría por la pradera, asustada, con pocas esperanzas y mirando atrás de cuando en cuando. Perseguida por la crueldad de los soldados germanos cargaba a su hermana, un bebe de 3 meses y unos pocos días. Sus padres habían muerto para darle una oportunidad de escapar hacia Francia, el país de la libertad. Sin destino seguro Sonia avanzaba, lentamente hacia un lugar mejor o hacia la total perdición.

LA SEGURIDAD NO EXISTE, de María Irazoqui Levi

 

La seguridad, ay de mí, ay de ti, ay de todos, no existe, no, no existe. Puede muy bien ser que en un día soleado, esplendoroso, primaveral, magnífico, salgas a la calle muy feliz, risueña, optimista, reconciliada con el mundo: ¡Oh! qué bonito es todo, qué precioso y cuán maravilloso, entres en el bar de siempre, el de la esquina, tu favorito, a tomar un cafetito, te encuentres, ay de mí, ay de ti, ay de todos, con el troglodita de turno, y que  así, sin más, el troglodita de turno hablando, por ejemplo, de política, vocifere enfebrecido y muy seguro de sí mismo (para él la seguridad sí existe): Con Franco vivíamos mejor, mucho mejor, ahora más que libertad hay libertinaje, los valores de siempre, los eternos: la religión, la familia, la decencia, han desaparecido, ya nada es lo que era, gracias a Dios aún tenemos a Aznar, sus acólitos, y nuestros beneméritos obispos.

Y puede muy bien ser que, ay de mí, ay de ti, ay de todos, aún sabiendo que todo es relativo y la seguridad no existe, sabiendo también que discutir con este hombre es un acto perfectamente inútil, te levantes, soliviantada, de la mesa dejando a un lado tu exquisito cafetito y la no menos exquisita tapita de tortilla, a poder ser rellena de patatas y unas cuantas cebollitas, le digas: Oiga, señor, es usted un repugnante fascista troglodita,  no tengo por qué oírlo, se me está indigestando la tapita, y que, ay de mí, ay de ti, ay de todos, el repugnante fascista troglodita, en un alarde de encendido patriotismo y por una simple controversia que en realidad no es simple porque, aún sabiendo que la seguridad no existe, sigues defendiendo, a pesar de todo, tus principios,  saque, ay de mí, ay de ti, ay de todos, en un abrir y cerrar de ojos, una navaja del bolsillo, te la clave en pleno pecho, y exhales tu último suspiro. 

La seguridad, ay de mí, ay de ti,  ay de todos, no existe, no, no existe. Los fascistas trogloditas sí: mucho cuidadillo.

EL HUEQUITO, de Eduardo Espósito

EL HUEQUITO, de Eduardo Espósito

 
Se miraron sorprendidos.
El diálogo visual que mantuvieron, más el mutuo encogimiento de sus hombros, fue suficiente para ambos.
-Vino fallado -dijo Él.
-Yo no tengo la culpa –dijo Ella.
Pero ahí estaba: colorado, berreante y con ese dichoso agujerito en mitad de la panza.
-¿Y si se lo tapamos con una piedrita?
Ella frunció el ceño.
-¿Y si respira por ahí?
-¿Y si…?
Un mono chilló en los abedules.
Caín lloró y Eva acercó un pecho.
Aún temía que la leche se escapara, por el huequito recién cicatrizado.

EL PIBE DEL CARTEL, de A. Henríquez

No sé a quién fue que se le ocurrió la idea. Aunque pensándolo dos veces se me hace que fue Cangrejo, que era el líder del grupo en esa época. Yo tenía diez años, tal vez once, y era el más chico de todos. Cangrejo y los demás pasaban los trece o catorce sin pena ni gloria. En nuestro barrio había un almacén, uno en especial, que nos quedaba cerca. Generalmente nos reuníamos en ese lugar si no nos encontrábamos. Allí atendía un hombre de más de cuarenta que, debido a un accidente o a una malformación, tenía un rostro bastante particular. Uno de esos días nublados que no terminan de decidirse entre sólo nubes o lluvia, creo que fue Cangrejo quien nos insistió para pegar los carteles. No recuerdo cómo estaban hechos, ni si los había escrito el mismo Cangrejo. Acompañé a los chicos a través de aquel día nublado, por nuestras calles del barrio, aquellas donde más solíamos estar. Yo no pegué ningún cartel, fueron ellos. En las hojas que pegaban, todas casi iguales, decía algo acerca de un pibe. Ya no lo recuerdo exactamente, pero decía que ese chico era un tarado. Lo decía pero no como una broma. Era algún tipo de agresión no premeditada pero de esas que no hacían reír, ni daban bronca, ni nada, sólo provocaban cierta tristeza. Días después me enteré qué había pasado con el pibe, a raíz de los carteles. En realidad no supe mucho. Lo único que me contaron era que él se había puesto a llorar. Nunca supe cuándo ni dónde, aunque lo imaginaba algunas veces llorando en la calle, solo, en días nublados y húmedos que no terminaban nunca. No pude reflexionar mucho en aquel momento, pero pensé que no le quedaba otra cosa por hacer más que llorar. El pibe era el hijo del almacenero. Se llamaba Juan Carlos pero le decían Charly. Y ese apodo se lo puso Cangrejo.

 

 

TRÍPTICO, de Ezequiel Wajncer

GOLOSINAS
 
   Érase una vez un hombre a punto de comerse una barrita de chocolate. Al instante se da cuenta de que antes de comerse la golosina por completo debe comerse la mitad, y antes un cuarto de barrita, y antes un octavo, y antes un dieciséisavos, y antes un treinta y dosavos, y antes un sesenta y cuatroavos, y antes ciento veintiochoavos, y antes... A esa altura de la ingesta especulativa, como es natural, vomita; ya se encuentra muy lleno.
 
 
TITULARES
 
   "Estalló el verano", anunciaron los titulares.
   Debido a la magnitud de la explosión, los cadáveres destrozados de los turistas tuvieron que ser recolectados, incluso, de playas aledañas.
 
 
ÓSMOSIS
 
   No es Cortázar, pero usa barba y pronuncia con cierta dificultad la rr. Por las noches vomita conejitos.

LA FOTOGRAFÍA, de Amalia Esther Frugoni Zavala

La gente va y viene; se detiene; admira vidrieras; recorre puestos de antigüedades. La plaza engalanada con hojas otoñales. Tapiz, remolinos, montones; calidoscopio sensual que la brisa crea. Es un San Telmo preparado para turistas  y para paseantes que buscan imágenes originales.

En la mitad de una cuadra, adherido a la pared, Carlos Gardel sonríe desde un afiche, anuncia un espectáculo: dice” que la vida es hermosa”. Sentado en la vereda, apoyada su cabeza sobre el dibujo, está un hombre que parece parte del entorno producido. Es un personaje singular. Sin edad. Cabello enrulado rubio entrecano. Ojos, tristemente vivaces. De las orejas penden aros fabricados con tapas de gaseosa atadas con piolín. En los dedos, anillos de gomitas coloreadas. Viste camisa de dudoso tinte; chaleco con tiras de papel a modo de flecos. Lo visible de su pantalón, semeja una bolsa. Las piernas se acuestan sobre un piso salpicado de colillas refumadas, las tiñen de hollín; rematan en dos pies con costras, parcialmente envueltos en arpillera. El grupo de estudiantes de fotografía, al que pertenezco, se acerca. Sonríen ante el hallazgo. Lo bombardean, clic, clic, clic, desde las cámaras. Pasan y se van...buscan otro objeto de interés... Quedo rezagada. Quieta. Él me mira; sostengo sus ojos. El adentro de la mirada me conmueve.

—¿Y vos?¡ Dale! ¿ O tengo que ponerme mejor?. Al moverse, quedan al descubierto varios libros, sucios de uso y de calle. Los acomoda, hojas sueltas entre tapas flojas... Neruda, W. Whitman... Girondo... Baudelaire... 

—¿Estoy bien?

—Prefiero que me cuentes sobre ellos...

—¿Y la foto?

—Después. 

—Es que vienen otros “gringos...”

—Entonces, volveré.

—Con una condición... que me hagas la foto y me la muestres.

Clic, clic, clic. Me alejo: llevo una mirada engarzada en la mía.

Al revelar, selecciono un negativo. Me gusta. Lo copio: Solamente sus ojos y sus libros. Todo él. Ahora espero ansiosa, el momento del reencuentro...

 

¡SÍ, HIJO!, de Héctor Faga

-Mamá, ¿me quieres?

-Sí, hijo, te quiero.

-Entonces, cómprame caramelos.

Y la madre, pacientemente, contaba las escasas monedas que ganaba lavando ropa para los vecinos y salía a comprar los dulces que el glotón engullía en pocos minutos.

-Madre, ¿me amas?

-Si, hijo, te amo.

-Entonces, hazme mi comida favorita.

Y la madre cocinaba para su malcriado, que devoraba todo lo que se le presentaba.

Cada día la misma historia.

El tiempo pasaba, las palabras cambiaban, pero el sentido de las frases era siempre el mismo.

-Vieja, ¿me quieres?

-Sí, hijo mío. Sabes que te quiero.

-Entonces, alcánzame un whisky.

Y allí iba la madre, pacientemente, a satisfacer el pedido de su hijo, que no se tomaba la molestia de servirse por sí mismo.

Un día la madre se sintió enferma.

Su salud, tantas veces postergada en el cuidado, se resintió de pronto.

Comenzó con una casi imperceptible parálisis facial acompañada de una desorientación espacio temporal.

No sabía dónde estaba ni por qué estaba allí.

-Madre, ¿me amas? -le preguntaba el hijo

-No sé -respondía ella confundida, al no entender del todo la pregunta.

Lentamente el cuadro se fue complicando y una noche tuvieron que internarla de urgencia.

De la ambulancia pasó directamente a terapia intensiva, donde la tuvieron en observación durante un par de días con las visitas estrictamente prohibidas.

Al tercero, cuando permitieron que el hijo fuera a verla, éste entró llorando a la sala donde la madre sostenía una dura batalla por la vida.

Se acercó al lecho y con voz quebrada le dijo al oído:

-Madre, si me quieres, no te mueras.

Entonces, la madre no se murió.


DERROTEROS, de Rolando Revagliatti

DERROTEROS, de Rolando Revagliatti

  La fresca y pimpante criatura unióse en matrimonio a Feliciatti tres largos años antes de prendarse de Valentina. Con él tuvo gemelos robustos. Dejóse destinar para Feliciatti por su padre, a quien también su esposa había sido destinada por el suegro. De blanco frente al altar, con todos los permisos y plácemes familiares recibidos, sociales y religiosos otorgados, regodeóse por vez primera imaginándose a solas con Feliciatti. Feliciatti, de exactamente el doble de su edad.

  Espléndida ella por simple existencia, sin artificios, casi sin poses. Feliciatti, barnizado comerciante en comestibles, en cambio, ampuloso y plagado de latiguillos. Amante ponderable después de todo, lograba estremecerla. Los gemelos, como dije, robustos, nacieron sin dificultad.

  El flechazo entre Valentina y la fresca y pimpante criatura prodújose en la fiesta donde descubrieron que la progenitora de Valentina, en su condición de obstétrica, había asistido a la progenitora de la progenitora de los gemelos en el parto en el que vio la luz.

  Cuando la obstétrica enviudó, Feliciatti, por despecho, enterado de la incidencia de Valentina en su cónyuge, decide seducir a la obstétrica. Empieza la noche misma del velatorio del marido, y redondea la entusiasmante tarea, semanas después. Valentina y la destinada a Feliciatti festejaron el salpimentado romance.

  Cristalizadas perduran más o menos así las cosas. Socios y barnizados comerciantes, habiendo adoptado con naturalidad los latiguillos alocutivos de su padre, los gemelos, hombres de bien, se mantienen indeclinablemente robustos y ampulosos.

 

EL HOMBRE DE LA BOLSA, de Norberto Pannone

 

Cada vez que llegaba la hora de almorzar, Myriam, no podía lograr que el pequeño Tobías, comiera.

Alguien, algún consejero de esos que nunca faltan, le dijo:

-Dile que si no come vas a tener que llamar al “Hombre de la bolsa”.

-¿Te parece que dará resultado?

-Creo que si, además, ¿qué puedes perder…?

Y Myriam siguió con el consejo.

De ese modo, cada vez que Tobías no quería comer, le decía:

-¡Si no comés, llamo al “Hombre de la bolsa”! y el pobre Tobías imaginaba que un hombre malo y feo vendría a buscarlo. Se ponía a llorar y… comía.

Hasta que un día, el niño se cansó de ser amenazado y le dijo a su madre que no comería.

La madre se asomó a la ventana y llamó entonces al  “Hombre de la bolsa”.

-¡Hombre de la bolsa, hombre de la bolsaaaa!

Y apareció un hombre alto y grande con una bolsa gigante, de esas que se usan para consorcio.

Tobías, exaltado y excitado por la curiosidad, salió a verlo.

El hombre preguntó:

-¿Quién me llama? -y Tobías respondió:

-Mi mamá.

-¿Cuál es tu mamá?

-Esta -dijo el niño señalando a su madre.

Entonces, fue así que el grandote, la metió en la bolsa y se la llevó.

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS, de Eduardo Espósito

   No quedó un niño en el pueblo que no fuera mordido, San Roque se había rebelado. Pero esto fue sólo el comienzo.

   Al día siguiente, dos viejos amanecieron ciegos ante la apatía de Lucía, la santa. La alarma creció aún más, cuando un rayo arrojado por Santa Bárbara derribó la campana del convento franciscano.

   Allí reaccionaron los popes. Se habló de descanonizar a los rebeldes, o de declararlos del bando de ya sabemos Quien. No obstante después de algunos artilugios teológicos, se dejaron las cosas como estaban.

   Al fin y al cabo, también los santos tenían derecho a reclamar un aumento en la ofrenda dominical.

ATÚN DESMENUZADO, de Ricardo Rubio

ATÚN DESMENUZADO, de Ricardo Rubio

Marina había pedido un oporto en el puerto. Odiaba el mar y los mariscos, el salmón y la salmuera, pero amaba a Marcos, amaba a Manuel y amaba a Mauricio, que solían pescar lejos, más allá de la línea de la distancia. Ahora cruzaba por la soledad del dique y no le importaba que aquel desconocido la siguiera con acechantes ojos de hiena para dársela en la dársena durante el bostezo seco y soso del anochecer. De un salto, el sátrapa se interpuso a su paso y puso su peso en el piso. Ella dejó que acariciara el solaz de su seda al deslizarse, que degustara el zumo salado de su savia, que bogara en su boca hasta las hondas aguas donde fugan los sabores y que luego restregara sus salientes indagando indicios para entrar en los ardores más íntimos de sus surcos secretos. Brusco y voraz, la sometió en silencio. Ella toleró la rastrera dentellada, el abrazo luciferino prendido a su cintura, el agitado rescoldo de la breve cópula, hasta que el rufián le vació el ardor entre las vísceras con el extenuado aliento que cancela la descarga. Exangüe, exánime y escurrido, el amoral se recompuso, se incorporó, organizó su cuerpo, su cinto, su cartera, y sonrió satisfecho ante el fulgor de aquella piel tendida al elogio de sus ojos. No supo cómo la red cayó desde la grúa ni de dónde surgió el arpón que le atravesó las tripas, ni pudo adivinar el cuchillo que buscó el latido que escondía en el pecho. Marcos, Manuel y Mauricio miraron minuciosamente al muerto. Le quitaron la camisa, el cinto, las botas, y lo dejaron caer a la batea del picadero mientras el silenció huía de la urdimbre tremolante de la maquinaria. Marina, que aún tenía las tibias tibias y húmedos los húmeros, los invitó a su casa para seducirlos con los lances de su lencería, con los bultos de su interesada generosidad, con la fatalidad de sus ósculos profanos. Ninguno le reclamó la cartera. 

 

DESDE DENTRO, de María Irazoqui Levi

     

Mira, Anna, te cuento: el otro día me puse un vestido rojo, rojo de cabeza al  suelo, me miré en el espejo, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo, lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día, yendo por el puerto, me extasié con el cielo,  y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo,  lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no  puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día me desperté temprano, apareció el sol, enrojeció  como el fuego, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo,  lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día paseaba por el campo, cantando y bailando, con un sombrero de fieltro, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella  ya no puede verlo, lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: encerrados, en un mismo armario, están el vestido rojo, el azul del cielo, el sol como el fuego, y el sombrero de fieltro, en un impulso repentino me escondí también dentro. Si ya no puedes verme, que nadie me vea.

DESTIERRO GRIS, de Mariel Florentino

DESTIERRO GRIS, de Mariel Florentino

Calcinante, el mediodía acompañaba sus miedos mientras trabajaba. Ruperto era un hombre de pocas palabras, indeciso, tímido, pero con un corazón grandote. Lo poco que tenía lo había logrado trabajando de sol a sol. La vieja casa que lo cobijaba junto a su familia mostraba el sello de cada esfuerzo, de cada sacrificio.

Quizás por eso aquella tarde, cuando el dueño del campo le dijo con prepotencia que había sido vendido, que debía dejar el lugar, sus ojos se agrisaron, el corazón le comenzó a latir más rápido y el cielo tormentoso y rojizo era poco comparado con su cara. Balbuceante, sólo alcanzó a dar unos pasos y cayó como fulminado por un rayo. No pudo resistir el dolor que lo golpeó hasta matarlo.

CORTOS DE GUERRA, de Hernán Salvarezza

 

I.

 

Él no sabía bien cómo seguir, lo que sí sabía es que a partir de los resultados de los exámenes, su vida cambiaría de manera definitiva. Temía el solo hecho de tener que abrir el sobre, de enterarse de una verdad que no tenía vuelta y de sentirse perdido. Se levantó de la cama, dio unos pasos lentos y llenos de angustia hacia la cocina, abrió el cajón derecho de la mesada y sacó un cuchillo. Lo pensó por unos segundos. Luego abrió el sobre y retiró la hoja con los resultados.

Su leucemia era terminal y posiblemente pasaría sus últimos meses en una cama de hospital, sin más compañía que un par de moribundos adictos a la morfina, recién operados y con heridas tan profundas que nunca cicatrizarían.

Abrió la heladera, se sirvió una Coca Cola y volvió a la cama. Su programa de tele preferido del History Channel estaba transmitiendo un documental de la segunda guerra mundial. A Juan ya no le quedaban recuerdos de aquella época. Sus casi 97 años se los habían devorado. Sin embargo verlo todo de nuevo en televisión lo tranquilizaba. Él disfrutaba viendo a la fuerza aérea alemana bombardear Europa, como si las bombas fuesen un regalo del cielo para sanar a una Europa decadente y a un hombre al borde de la muerte.

 

II.

 

Los tres chicos pintaban cartulinas sobre una mesita redonda en el corredor de la biblioteca.

Sobre la pared colgaban las escobas amarillas y las palitas de chapa gris. La directora les había dicho que una vez que terminasen los recortes y los dibujos, debían limpiar la mesita y barrer el piso. Los chicos refunfuñaron, pero aceptaron. La directora se retiró a la sala de maestros y los chicos se quedaron jugando con los colores y los cartones. Era un día frío y el clima prometía una nevada por lo que Samuel abrió la ventana para dejar entrar algún copo de nieve viajero. En su lugar vio a la Luftwaffe ocupar el cielo de Paris. Se congeló y del susto se hizo pis. Las alarmas sonaron, los maestros corrieron a la biblioteca y resguardaron a los alumnos debajo de las mesitas. La invasión había comenzado.

 

III.

 

El zapatero corría sin rumbo a través de los escombros de su barrio. El ataque había sido devastador. Londres estaba en ruinas y las alianzas no respondían. Los más débiles se defendieron como pudieron, ocultándose, huyendo, muriendo y mientras la ciudad ardía en el fuego de la guerra, el zapatero buscaba a su familia. Asustado dejó atrás el distrito comercial y de regreso a su casa, vio la destrucción de los pintorescos barrios londinenses. Los vio arder y caer bajo las bombas de un cielo cubierto de acero. En el caos y la desorientación previa a su muerte, se detuvo y un pensamiento cruzó por su mente. Si Londres cae, perderemos a Europa.

 

 

CASADOS, de María Amelia Schaller

 

Él, con minuciosa crueldad, ridiculizaba cada sueño, cada logro, cada opinión de ella.

Murió loca. La sepultaron en tierra.

Años después le tocó a él. Por la noche su mano atravesó obstáculos hasta encontrar los huesos de la de ella. Los abarcó amorosamente y descansó.