Blogia
Elogio de la brevedad

Graciela Bucci

TRIUNFO, de Graciela Bucci

TRIUNFO, de Graciela Bucci

Otra larga noche.

El techo me dispara formas familiares, el sueño no viene. Y la mente continúa con su vértigo. Intento en vano llamar al gran ausente.

Fijo la vista en la vieja cortina. Curiosamente, descubro en ella un agujero de contornos nítidos.

Hasta ayer, pasó desapercibido, hoy cobra una relevancia inusual; me desvela me preocupa. Quiero ignorarlo, sin éxito. Clava su mirada oscura y vacía sobre mí. Apago la luz, le doy la espalda. Y comienza el ardor. Lacerante; flecha aguda, precisa, que se clava, perforando la piel desnuda. Siento que en su profundidad infinita el hueco cobra vida, me señala, me marca. Es una  mira enorme que apunta en busca de un  blanco perfecto.

Algunos coches tardíos de la calle le prestan su reflejo. Decido levantarme. En un gesto ilusorio, enrosco la cortina, trato de ocultar bajo los pliegues a mi gran torturador.  Sentada en la cama, miro la tela amorfa.  Sé que en su interior algo me vigila;  decido liberar al cobarde.

Ya casi amanece.  La calle me recibe con sus brazos de ébano.  Sólo la pueblan algunos insomnes, como yo.

Pienso en el ojo, triunfante, refugiado en la tibieza del cuarto abandonado, mientras espera su próxima víctima.            

                                                                          

 

DECISIÓN, de Graciela Bucci

DECISIÓN, de Graciela Bucci

  

La vida transcurre  fuera de la caja sombría donde tiene sueño de muerto, aspecto olor rigidez de muerto, el que yace. Le di mandatos al rechazo, entrené el oído para poder acercarlo a la boca, a la piel agrietada y fétida, traté de  aceptar el ronquido apagado, leve.

Reconozco la indignidad, la cercanía del hartazgo; también  reconozco algo de misericordia por un adefesio al que la ropa otorga el beneficio del ocultamiento. Antes de iniciar el rito de la comprobación,  me despojo de anillos y pulseras, de señales que alerten, ningún descuido, ni siquiera el  peligro de una grieta. Por eso los pasos estudiados, los dedos felinos, desnudos,  abrazados al parquet. Todo ensayado, ya no más el súbito entrechocar de las piernas complotándose con el error, ya no más el azar, nada capaz de alterar el silencio, para no despertar al que yace, al que contagia la parálisis, acostumbra al dolor; o casi.

Temo que esos  ojos  se abran y me  adivinen,  como solían hacerlo, cuando estaban de pie.

Entro al cuarto, miro el bulto inmóvil en el  centro de la cama. Y decido. Mis dedos se nuclean, trepan como enredaderas, la mano izquierda sube hasta la nariz, la derecha sobre la boca, y las dos, en una decisión sin retroceso,  aprietan aprietan;    al que yace.