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Elogio de la brevedad

María Irazoqui Levi

LA SEGURIDAD NO EXISTE, de María Irazoqui Levi

 

La seguridad, ay de mí, ay de ti, ay de todos, no existe, no, no existe. Puede muy bien ser que en un día soleado, esplendoroso, primaveral, magnífico, salgas a la calle muy feliz, risueña, optimista, reconciliada con el mundo: ¡Oh! qué bonito es todo, qué precioso y cuán maravilloso, entres en el bar de siempre, el de la esquina, tu favorito, a tomar un cafetito, te encuentres, ay de mí, ay de ti, ay de todos, con el troglodita de turno, y que  así, sin más, el troglodita de turno hablando, por ejemplo, de política, vocifere enfebrecido y muy seguro de sí mismo (para él la seguridad sí existe): Con Franco vivíamos mejor, mucho mejor, ahora más que libertad hay libertinaje, los valores de siempre, los eternos: la religión, la familia, la decencia, han desaparecido, ya nada es lo que era, gracias a Dios aún tenemos a Aznar, sus acólitos, y nuestros beneméritos obispos.

Y puede muy bien ser que, ay de mí, ay de ti, ay de todos, aún sabiendo que todo es relativo y la seguridad no existe, sabiendo también que discutir con este hombre es un acto perfectamente inútil, te levantes, soliviantada, de la mesa dejando a un lado tu exquisito cafetito y la no menos exquisita tapita de tortilla, a poder ser rellena de patatas y unas cuantas cebollitas, le digas: Oiga, señor, es usted un repugnante fascista troglodita,  no tengo por qué oírlo, se me está indigestando la tapita, y que, ay de mí, ay de ti, ay de todos, el repugnante fascista troglodita, en un alarde de encendido patriotismo y por una simple controversia que en realidad no es simple porque, aún sabiendo que la seguridad no existe, sigues defendiendo, a pesar de todo, tus principios,  saque, ay de mí, ay de ti, ay de todos, en un abrir y cerrar de ojos, una navaja del bolsillo, te la clave en pleno pecho, y exhales tu último suspiro. 

La seguridad, ay de mí, ay de ti,  ay de todos, no existe, no, no existe. Los fascistas trogloditas sí: mucho cuidadillo.

DESDE DENTRO, de María Irazoqui Levi

     

Mira, Anna, te cuento: el otro día me puse un vestido rojo, rojo de cabeza al  suelo, me miré en el espejo, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo, lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día, yendo por el puerto, me extasié con el cielo,  y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo,  lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no  puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día me desperté temprano, apareció el sol, enrojeció  como el fuego, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella ya no puede verlo,  lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: el otro día paseaba por el campo, cantando y bailando, con un sombrero de fieltro, y pensé que te gustaría verlo. Después me di cuenta de que ya no estabas, y dije: ella  ya no puede verlo, lo escondí en un armario para que nadie lo viera. Si  ya no puedes verlo, que nadie lo vea.

Mira, Anna, te cuento: encerrados, en un mismo armario, están el vestido rojo, el azul del cielo, el sol como el fuego, y el sombrero de fieltro, en un impulso repentino me escondí también dentro. Si ya no puedes verme, que nadie me vea.

SI YO HUBIERA TENIDO, de María Irazoqui Levi

       

Si yo hubiera tenido, desde siempre, una muleta, una muleta metafórica, por supuesto; una madre que hubiera exclamado nada más verme: Hijo, tú eres lo mejor que hay en este mundo; un padre que me hubiera mirado con orgullo, comentando: Este retoño mío llegará muy lejos; una casa como una fortaleza, fortaleza en sentido figurado, no hay ni que decirlo, con un enjambre de personas que me hubieran proporcionado la suficiente consistencia y fe en mí mismo.

Si yo hubiera tenido, desde siempre, todo esto, ahora, ya mayor, vetusto, los caballeros me dirían por la calle, previa alzada de sombrero y reverencia: Hola, muy buenos días, Don Anselmo, para usted no pasa el tiempo, se le ve siempre magnífico; posiblemente las damas, a mi paso, dejarían caer su guante sutilmente, para iniciar un galanteo, y me dedicaría a mis estudios filosóficos, llegando a ser  a ser así un erudito. 

Si yo hubiera tenido, desde siempre, una muleta, una muleta metafórica, por supuesto,  mi madre no hubiera sido la que fue: defraudada, lúgubre y huraña; mi padre no me hubiera mirado con desprecio, pensando, indiferente: Este vástago mío no es, ni de lejos, el que yo hubiera querido; mi mujer no me hubiera abandonado argumentando que no soy más que un desperdicio; mis hijos no me hubieran repudiado al pensar que era un padre indigno; ahora, ya mayor, vetusto, no sería, desde luego, un miserable chupatintas con un porvenir incierto; no viviría en una buhardilla inmunda con un catre nauseabundo por el suelo, y no iría, evidentemente, por la calle rozando las paredes, con el inconfesable propósito de no ser visto.

Si yo hubiera tenido, desde siempre, una muleta, una muleta metafórica, por supuesto, en lugar de llamarme, simplemente, Pepe, me llamaría, seguro, Don Anselmo.