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Elogio de la brevedad

Marta Dulce

LA LLEGADA DEL TREN, de Marta Dulce

LA LLEGADA DEL TREN, de Marta Dulce

Miguel esperaba sentado en el banco del andén con los ojos cansados. Mientras veía pasar los trenes retenía con fuerza y esperanza las palabras de su madre. Antes de partir, con su último aliento, le había dicho: “Miguel, el camino a la felicidad pasa por única vez como un tren, sólo hay que estar atento y saber cuál elegir.”

Desde ese entonces, Miguel recorrió un sinfín de estaciones. No quería perder la oportunidad.

Veía correr a tanta gente subiendo a vagones de cientos de formaciones que pasaban una y otra vez durante el día y la noche. Estaba atento a los destinos. Tenía la plena seguridad de que ninguno llevaba el cartel esperado.

Después de largas jornadas de desvelo, el sueño lo tumbó en un banco. Acurrucado bajo su campera de jean, sintió que unos brazos lo alzaban. El hambre y el agotamiento le impidieron despertarse. Entre sueños, percibió que lo movían. El calor de un banco diferente lo cobijó. Dormía tranquilo, arrullado por el vaivén del vagón que recorría tierras para él desconocidas. Soñó que por fin había llegado el tren de sus sueños. Al despertar, se encontró con los ojos de su madre y ya no pudo elegir. 

LA ESPERA, de Marta Dulce

LA ESPERA, de Marta Dulce

Por fin el café caliente sosegó los resabios de mi nerviosismo. Estaba en el palier de la entrada esperando a Juan para ir al cine. Se hacía tarde y estaba intranquila. La llegada del patrullero me distrajo. El oficial no encontró en el edificio mejor testigo que yo, la única a la vista que no tuviera relación supuesta con el occiso. No hubo forma de escapar, había que labrar el acta en el 5º A donde vivía Mariela, conocida en el barrio por brindar servicios personales a bajo costo.

—No es necesario que pase. Puede permanecer en la puerta –indicó el oficial.

El panel divisorio dejaba entrever una silueta mórbida e insinuante. Por motivo desconocido había dejado esta vida, o alguien hizo que la dejara.

Asentí, sin pensar cada descripción enumerada por el sargento. Estaba pálida y me temblaban las piernas.

—¿Falta mucho? –pregunté, rechazando el olor que dudo que algún día pueda olvidar.

—No, ya termino. Firma el acta y se puede retirar.

Sin querer, moví la puerta y se abrió. La silueta en el piso se hizo rostro. Perdí la conciencia. Recién reaccioné en el corredor, sacudida por el alcohol del pañuelo del portero. Me acompañaron hasta el bar de la esquina, me sirvieron un cognac ordinario y, cuando se cercioraron de mi equilibrio, el oficial y el portero se fueron.

Quedé con la taza de otro café caliente y en mis ojos la imagen del rostro de Juan, pálido, tieso, clavándome con su desnudez pérfida lo inútil de la espera. 

DESALOJO, de Marta Dulce

DESALOJO, de Marta Dulce

El mate calentaba el hambre que la olla vacía no saciaba. El silbido helado de las hendijas enmudecía la mano tiesa sobre el papel arrugado. La birome, sin capuchón, esperaba indecisa a un costado del codo flaco y desnutrido.

El hombre gordo suspiraba impaciencia sobre el portafolio de cuerina resquebrajada por la insolencia y la intolerancia.

Un simple garabato imposible de eludir constataría las deudas de la desocupación y la miseria, cerraría las hendijas para siempre y acunaría la pobreza bajo una manta y diarios viejos en alguna vereda acogedora.

Los ojos vidriosos fotografiaron en la memoria el catre desvencijado, la pava negra y abollada, el mate de lata y la bombita de veinticinco que colgaba de un cable raído.

Firmó. Se fue con la manta a saludar al viento.

El gordo dio la señal a los hombres de mameluco que fumaban afuera.

AMPARO, de Marta Dulce

 

Amparo, empachada de papas a la pimienta y empapada de sudor, entró en la casa del comisario Cardozo. Pálida y palpitante, vomitaba palabras con gestos exagerados. Parloteaba con la premura de quien presiente partir a otra vida. Cardozo escuchaba con cautela. En su desesperación, Amparo cayó en los brazos del comisario, quien sentía con cierto asco la carne floja del cuerpo inconsciente de su vecina. Cuando apoyó la cabeza colgante en el suelo, oyó un sonido extraño en las entrañas ocultas bajo las formas ampulosas de Amparo. Un silbido asesino se esfumó por los labios cerrados, colmando la nariz de Cardozo de un olor tan fétido como el del sulfuro. Furioso y conmovido, el comisario llamó a Carmela, su concubina, para que se comunicara urgentemente con el sargento Gervasio Santos. En la 35, los mates intentaban apurar la digestión del sargento. Por apurado y sorpresivo, el llamado le cortó el metabolismo. Se ajustó el arma al cinto y salió a la calle con el rostro gravado por la gravedad de su cargo. Impávido, tocó la puerta que Carmela abrió tropezando con el cuerpo de Amparo. Cardozo fijó la vista en Gervasio, y éste en la concubina. El sargento Santos calló mientras miraba a su esposa. Esposado fue conducido a la celda. En la penumbra, eructó soledad con sabor a pimienta, mientras soñaba su desamparo, lejos de las caricias de Carmela.

ANTICIPO, de Marta Dulce

La cadencia de su carcajada colmó el salón repleto de cadetes en tanto los aplausos sacudían las tablas del escenario.

Ante el micrófono, el general elogiaba con gracia las anécdotas grotescas de históricos gendarmes y ensalzaba la valentía de soldados haciendo gala de una glamorosa estirpe militar.

En la sobria penumbra las gorras resplandecían tan blancas como los guantes furtivos y sensuales que acariciaban los muslos de señoritas modosas. Ellas, sumisas, sonreían sentadas al lado de cada flamante egresado.

Todas, excepto una, la elegida por el único cuyo birrete escondía los ojos del pervertido envalentonado por el poder de su impecable uniforme, el que gozaría de su desenfreno protegido por la algarabía de las sombras.

Ese, que años más tarde, con las manos secas de arrebatar inocencias, clavaría su mirada en el horizonte despejado por la obediencia debida y el suicidio de aquella que percibió, en aquel entonces, el devenir de la locura.