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Elogio de la brevedad

EL TERCER GOL, de Graciela Iturburu (Río Grande, TF-Arg)

Inicia de repente una desenfrenada corrida, un gesto de urgencia y exaltación se dibuja en su cara, golpea suavemente el balón hacia adelante con su mejor pierna: la derecha. Abriéndose paso entre los contrarios, su antebrazo golpea un defensor y lo empuja, avanza con la mirada fija en la pelota que pica un poco más allá. Su desteñida remera naranja se estira con el tironeo de un rival, se suelta y sigue; gambetea un tercero que venía por la izquierda, sin percibir los gritos de su pequeña pero enrojecida barra; roza la redonda con su pie izquierdo provocando un trayecto levemente curvo; otro, intenta tirarlo, pero ágilmente lo esquiva y sigue la corrida reteniendo en su poder la esfera grandiosa. Su carrera veloz deja una estela de polvo tras su paso ligero; un cuarto quiere golpearlo en las piernas para detener la loca embestida, pero con un salto ágil lo sortea. Ya divisa al arquero, lo ve moverse, calcula la distancia, regula su velocidad, domina el manojo de trapos y medias viejas que hacen de pelota. Amolda el cuerpo, ordena las piernas, con mirada pícara ojea al portero. Lo percibe asustado y desafiante; lo sorprende con un golpe lento al palo derecho, un toquecito suave nomás, y el cómplice balón gira sonriente hacia el tercer gol de la tardecita. Corre. Corre con los brazos enarbolados al triunfo, compartiendo con sus amigos esa gran final. La felicidad los envuelve en un abrazo con eufóricos gritos de alegría. En ese apretón enmarañado, Carlitos descubre el sudor de su cuerpo y el desgarro fatal de su vieja remera naranja; seguramente en casa le darán un par de protestas, pero eso será en otro cuento, éste tiene tiempo completo de festejo a viva voz.

PERPLEJIDAD, de Raúl Brasca

PERPLEJIDAD, de Raúl Brasca

 

 

La cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir. El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: si mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré trofeo y podré comerme su exquisita pata a la cazadora.

De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza ¿volverá y se comerá a mis hijos? Precisamente el león está pensando: ¿para qué me canso con la madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las crías?

Cierva, león y cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados, se miran.   No saben que, por una coincidencia sumamente improbable, participan de un instante de perplejidad universal. Peces suspendidos a media agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento.

Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida.

EL ORO, de Khalil Gibrán

EL ORO, de Khalil Gibrán

Cierto día, dos hombres que se encontraron en la ruta caminaban junto hacia Salamis, la Ciudad de las Columnas. Al mediodía llegaron hasta un ancho río sin puente para cruzarlo. Debían nadar o buscar alguna otra ruta que desconocían.

Y se dijeron: "Nademos. Después de todo el río no es tan ancho". Y se zambulleron y nadaron.

Y uno de los hombres, el que siempre supo de ríos y rutas de ríos, de pronto, en el medio de la corriente, comenzó a perderse y a ser arrastrado por las impetuosas aguas; mientras, el otro, que nunca antes había nadado, cruzó el río en línea recta y se detuvo sobre un banco. Entonces, viendo a su compañero luchando aún con la corriente, se arrojó otra vez al agua y lo trajo a salvo hasta la orilla.

Y el hombre que había sido arrastrado por la corriente dijo:

-¿No habías dicho que no podías nadar? ¿Cómo es que cruzaste el río con tanta seguridad?

-Amigo -explicó el segundo hombre-, ¿ves este cinturón que me ciñe? Está lleno de monedas de oro que gané para mi esposa y mis hijos, todo un año de trabajo. Es el peso de este cinturón el que me condujo a través del río, hacia mi esposa y mis hijos. Y mi esposa y mis hijos estaban sobre mis hombros mientras yo nadaba.

Y los dos hombres continuaron su camino juntos hacia Salamis.

LA VISITA, de Ricardo Rubio (Buenos Aires)

LA VISITA, de Ricardo Rubio (Buenos Aires)

 

 

En 2050 entré a la casa y la presencia de las moscas no podía más que predecir una desgracia. La puerta estaba abierta, pero el residuo de antiguas alegrías se había diluido como el sopor de la sopa lejana que era ahora el recuerdo de un vaho húmedo y musgoso. Sólo había cáscaras olvidadas por la Parca, que siempre recuerda.
La que fuera una mano yacía despojada de sus nervios, de sus poros, de sus líneas premonitorias que acaso presagiaran mi presencia, la extinción del viejo y las moscas que sobrevolaban los huesos, tal vez hasta el anillo que jugaba en la falange, oscurecido a pura sombra. Las cerdas grises, largas y ralas, vueltas sobre sí, se escurrían sobre las baldosas también grises. Un libro de Anohuil hundía las costillas; recuerdo ese libro que aún no leí. Las moscas no tenían un pretexto salvo el cuchicheo, ningún propósito más que la curiosidad múltiple de sus múltiples ojos.
La podredumbre había terminado años atrás, cuando la soledad del anciano empezó a disimularse en una masa quieta, primero esponjosa, brillante después y finalmente cenicienta y seca.
Ni rastros de los sueños de aquel hombre ni trazas de sus trazos ni visos de sus vicios; ninguna pista de la dicha de los posteriores gusanos, sólo la presunción de algunas bacterias inertes entre olores muertos.
Y las moscas siguieron riendo mientras me iba, ignorando la futilidad del futuro, diluido, sí, pero tejiéndose sin fin.
Salí de mi casa y volví a 2010.

HISTORIAS DE MUROS Y OTRAS FABULACIONES, de Clara Lecuona Varela

HISTORIAS DE MUROS Y OTRAS FABULACIONES,  de Clara Lecuona Varela

Abrió los ojos despacio, era una operación que requería tiempo y hacía muy de cuando en cuando. Un poco de arena se desgranó hasta el suelo. Recordó cuando era un pequeño y el agua rezumaba oxígeno sobre su cuerpo. Los pies nudosos apretaron la tierra, alzó uno y otro, sacudiendo el musgo y echó a andar en busca de la lluvia.

 


Decían: Es raro, tiene un punto sobre la cabeza. No se inmutó caminó ajeno a los comentarios. El punto fue aumentando, tornábase pegajoso. Un día (nadie recuerda cuando) echó a volar. Desde entonces los muros sienten fobia por las mariposas.


Muro detenido y con camisa de fuerza llora, un hombre pasó a través y sintió una necesidad incontrolable de escribir, el muro nunca supo que este hombre era músico y que la canción provocada por su última lágrima sería famosa y conocida en los mejores escenarios del mundo. Así los pequeños al igual que los grandes, por una broma triste del azar pasan a la historia.


Un muro ve y escucha muchas cosas, por eso no es de extrañar que alguno se enamore. La mujer se sentó frente al espejo. Un hombre la abraza por la espalda, ella dice algo que el muro ya no oye regado en pedacitos húmedos sobre el piso, vean, con sólo escuchar una palabra.

 

 

BUENAS NOCHES, de Ezequiel Wajncer (BsAs)

   Las irregularidades del sueño son usuales en este mundo moderno que nos ha tocado en suerte. Acaso sea el insomnio la afección más frecuente. Lo siguen, en el orden de alteraciones, las pesadillas recurrentes, el dormir discontinuado, los ronquidos de oso (esta última es particularmente molesta, sobre todo, para el/la compañero/a de cama). Sin embargo, existe una anormalidad a la cual se la suele obviar por extraña, por excepcional. Es exactamente la contracara del insomnio. A saber: lo opuesto a no poder dormir no es dormir, sino no lograr despertar. Así hay enfermos que ya hace años que duermen ininterrumpidamente. De hecho, se supo después por personas que alcanzaron la vigilia y fueron dados de alta, hay sujetos que, durante largos períodos de tiempo, viven toda una vida onírica como si fuese la real. Es probable que, en este momento, estén soñando que son príncipes en busca de la princesa encantada, cazadores de fortunas en una selva inhóspita de Centroamérica o, quizás, incidentales lectores de un relato titulado “Buenas noches”. 

INSTRUCCIONES PARA LLORAR, de Julio Cortázar

INSTRUCCIONES PARA LLORAR, de Julio Cortázar

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

TANGO DEL LOBO, de Eugenio Mandrini (BsAs)

TANGO DEL LOBO, de Eugenio Mandrini (BsAs)

....
Primero faltó a la cita la niña de la caperuza roja.
Después, un eclipse oscureció la luna y debió morderse el aullido.
Por último, la manada lo declaró nada feroz, por esas gotas de soledad que le apagaban los ojos, y fue desalojado del bosque.
Hoy lame zapatos en la ciudad y en invierno busca el abrigo del sol como una abuela.

RORSCHACH, de Héctor Faga (BsAs)

RORSCHACH, de Héctor Faga (BsAs)

 

La mancha sobre el papel parecía adoptar figuras diversas, cambiantes, alternadas. Un segundo antes sólo era una visión informe en su retina. Un instante después, asombrosamente se había convertido en un pensamiento regurgitado, en un recuerdo impreso en el agua de las lágrimas, en un acto fallido de la conciencia. Tomó el papel, filoso en su filoso borde, y lo apoyó sobre su cuello, allí donde la yugular pugnaba por sobresalir bajo la piel. Un solo movimiento y, al instante, el dibujo se tiñó de un intenso rojo oscuro.

HUIR, de Rolando Revagliatti (BsAs)

HUIR, de Rolando Revagliatti (BsAs)

 

 

Claro que pensó en huir, harta de padecer la torpeza de los golpes de esa especie de marido colérico, de pésimo vino y borbotones de sevicia. También pensó en huir cuando su hijo cayera muerto por una bala perdida, entre los cohetes y petardos detonados por los chicos y adultos del barrio, después de transcurridos veinte minutos del año nuevo.

Pensó. Hasta que dejó de hacerlo. Después de veinte años la vieja sigue, loca, letárgica. Sigue huyendo.

EL TRÍO DE ORTÚZAR, de Andrea Rivero

El trío de Ortúzar era famoso porque con sus fechorías tenía asombrado a  todo el barrio. Ulises, el mayor pero el menor en estatura, era conocido por su habilidad para sorprender ancianas y robarles el bastón. Tenía una colección de quinientos que poblaban las paredes de su casa, desde los más humildes hasta los más distinguidos de buenas maderas, y aun con mango de marfil.

Rigoberto, el mediano, apodado “Medio Pelo”, era un as en la sustracción de pelucas y peluquines. Su técnica era simple: desde su balcón dejaba caer una tanza con un anzuelo en el extremo, y se sentaba a esperar a la víctima. Tenía muestras de todos los colores y largos, unos trescientos sesenta postizos, y estaba a un paso de lograr su objetivo, usar uno distinto cada día del año.

Reinaldo, el pequeño, era un experto en el hurto de medibachas, nadie sabía cómo había logrado conseguir más de doscientas. Algunas chusmas del barrio comentaban que en realidad las compraba y se pavoneaba diciendo que se las quitaba a señoritas desprevenidas; otras, más chusmas aún, le habían hecho fama de gran seductor.

Pero este trío tenía un cuatro integrante, siniestro como pocos, era Malaquías, el terror de Villa Ortúzar, lo apodaban “Diente Flojo”. En principio no se lo asociaba a la mentada banda de maleantes, pero varias chismosas del barrio lo vieron más de una vez junto a Ulises, Reinaldo y Rigoberto. Su afición era timar a pobres nonagenarios y quitarles sus prótesis dentales. Se paraba en una esquina como si estuviese esperando a alguien y cuando un vejete se acercaba, con una destreza propia de malabarista, atravesaba su pie y el pobre abuelo trastabillaba; cuando abría la boca para gritar, Malaquías le arrebataba la dentadura y salía corriendo.

Una tarde de mayo el barrio recuperó la paz, el trío de Villa Ortúzar fue a la cárcel, y los vecinos ya no sufrieron la pérdida de sus bastones, pelucas o medibachas. Pero el temible Malaquías nunca pudo ser apresado. Y así nació su leyenda. 

LA LLEGADA DEL TREN, de Marta Dulce

LA LLEGADA DEL TREN, de Marta Dulce

Miguel esperaba sentado en el banco del andén con los ojos cansados. Mientras veía pasar los trenes retenía con fuerza y esperanza las palabras de su madre. Antes de partir, con su último aliento, le había dicho: “Miguel, el camino a la felicidad pasa por única vez como un tren, sólo hay que estar atento y saber cuál elegir.”

Desde ese entonces, Miguel recorrió un sinfín de estaciones. No quería perder la oportunidad.

Veía correr a tanta gente subiendo a vagones de cientos de formaciones que pasaban una y otra vez durante el día y la noche. Estaba atento a los destinos. Tenía la plena seguridad de que ninguno llevaba el cartel esperado.

Después de largas jornadas de desvelo, el sueño lo tumbó en un banco. Acurrucado bajo su campera de jean, sintió que unos brazos lo alzaban. El hambre y el agotamiento le impidieron despertarse. Entre sueños, percibió que lo movían. El calor de un banco diferente lo cobijó. Dormía tranquilo, arrullado por el vaivén del vagón que recorría tierras para él desconocidas. Soñó que por fin había llegado el tren de sus sueños. Al despertar, se encontró con los ojos de su madre y ya no pudo elegir. 

EL PUÑAL, de Jorge Luis Borges

EL PUÑAL, de Jorge Luis Borges

 

En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

EQUÍVOCO, de Ricardo Rubio

EQUÍVOCO, de Ricardo Rubio

 

 

El ronco Juan se avergonzaba de ser pobre pero no de ser analfabeto. A través del vidrio le llegaban los fantasmas de la calle. “No son míos”, pensaba. Las cosas le pasaban a él pero el mundo era de los otros. Ansiaba las monedas que podrían brindarle la feliz antifaz que los demás tenían repartida en ropa, ruedas, jardines y mujeres con pestañas. Ignoraba la herencia, la cuna, la religión y el desfalco. Nada sabía de tramoyas ni de trueques ni de trampas. Sólo limpiaba el vidrio, átono y atónito, ante el tumulto que llenaba la calle, cuando dio al traste con los trastos y cayó sobre la alfombra costosa. Al escándalo acudió una sonrisa soberbia que lo miró con el desprecio absurdo de la distancia. Él lo vio verlo de ese modo, desde tan lejos, desde tan arriba. El trapo trenzado trepó a la garganta del jefe que, a pesar de sus gravosos gestos, respiraba como todos, gemía como todos y era capaz de expirar como cualquiera. Hundido a la altura de sus deseos echó mano a la ropa del caído, a las llaves de su coche, al reloj de su apariencia y a la tentación brillante de sus monedas. Subió al Audi sintiéndose otro y partió hacia las calles llevado por el disparate de su trastorno. Hundido en la butaca, colgado de la cuerda del nuevo reloj, bebió la copa del consuelo con un estupor heroico parecido al plante de un palomo en celo. Se detuvo en un burdel, faroleó ante la matrona y pagó por la mejor. La madama notó su impronta falaz, el burdo histrionismo inútil, la vana transformación de una máscara por otra más cara, la absurda ocupación de lo inalcanzable; pero las monedas pagaron la fingida simpatía ante el que fingía ser otro. Al rato, Juan salió escurrido, satisfecho, ancho, y regresó al edificio. Trepó la escalera y terminó con el vidrio. Todo se hizo azul al llegar los agentes, ansiosos por ordenar el desorden. Los hombres de ley lo miraron con hambre de justicia, con sed de sangre, con ambiciones de ascenso. Bajó la escalera, soltó el trapo y miró al jefe que aún se restregaba la garganta. Empotrado en la gatera de su destino, al ronco Juan lo único que lo avergonzaba era la pobreza.

DEL OESTE, de Héctor Hugo Donvito

     

Exacta mente a las siete horas sale el ex preso del Oeste desde la esta  ción

Villa Luro rumbo a Mercedes. Estuvo dete nido más de lo debido de bido a una falla técnica.

En la cuidad de Mercedes esperan ansiosos al ex  preso del Oeste unos treinta se  cuaces, cuyos trabajos de penden de él.

 

En el noticiero informan que: La falla técnica se debió a la decisión del juez Fachenda quién falló en su contra.

El ex preso Jaime del Oeste acaba de recobrar la libertad luego de diez años de prisión.

                                                          

A Jaime lo con  suela pensar que el plan estudiado para ejecutar con los treinta com pinches es per fecto.

En la cárcel, Jaime tuvo tiempo de ma  quinar la estrategia y de enve  jecer diez años, los que agudizaron su renguera.

Jaime tiene la mente completa mente abarrotada con su plan, mientras los secuaces lo esperan en Mercedes Benz, Jaime se repite a sí mismo una y otra vez: -El plan es perfecto, no come teré el mismo error que me llevó a la cárcel, cuando amenacé con un re volver al cajero del banco: -¡Si no te lleno de plomo antes de que venga la guita, dame toda la cana!

SUEÑO, de Mariel Florentino

SUEÑO, de Mariel Florentino

Un encuentro furtivo, ininmaginado; como escenario, la caricia de las olas y el reflejo del sol sobre la arena. Su presencia tenía el hálito del pasado y el dulce recuerdo de una juventud perdida. Estiró sus brazos y sus manos no se encontraron. Sus palabras fueron arrastradas por la suave brisa. Miró hacia los acantilados y vio desaparecer una sombra escurridiza... El sueño se esfumaba y se hallaba nuevamente ante el misterio de la soledad.

LA ESPERA, de Marta Dulce

LA ESPERA, de Marta Dulce

Por fin el café caliente sosegó los resabios de mi nerviosismo. Estaba en el palier de la entrada esperando a Juan para ir al cine. Se hacía tarde y estaba intranquila. La llegada del patrullero me distrajo. El oficial no encontró en el edificio mejor testigo que yo, la única a la vista que no tuviera relación supuesta con el occiso. No hubo forma de escapar, había que labrar el acta en el 5º A donde vivía Mariela, conocida en el barrio por brindar servicios personales a bajo costo.

—No es necesario que pase. Puede permanecer en la puerta –indicó el oficial.

El panel divisorio dejaba entrever una silueta mórbida e insinuante. Por motivo desconocido había dejado esta vida, o alguien hizo que la dejara.

Asentí, sin pensar cada descripción enumerada por el sargento. Estaba pálida y me temblaban las piernas.

—¿Falta mucho? –pregunté, rechazando el olor que dudo que algún día pueda olvidar.

—No, ya termino. Firma el acta y se puede retirar.

Sin querer, moví la puerta y se abrió. La silueta en el piso se hizo rostro. Perdí la conciencia. Recién reaccioné en el corredor, sacudida por el alcohol del pañuelo del portero. Me acompañaron hasta el bar de la esquina, me sirvieron un cognac ordinario y, cuando se cercioraron de mi equilibrio, el oficial y el portero se fueron.

Quedé con la taza de otro café caliente y en mis ojos la imagen del rostro de Juan, pálido, tieso, clavándome con su desnudez pérfida lo inútil de la espera. 

UNA NOCHE EN LA BIBLIOTECA, de Hernán Salvarezza

 

Leía un texto de geografía en la biblioteca nacional un sábado de primavera pasada la medianoche. Lo apasionaban las enciclopedias de Richard Hugget y David Morney; también disfrutaba de la historia mundial según la entendía Nicanor Xul.

 Mientras estudiaba la Patagonia Argentina escuchó un murmullo que no pudo identificar, acaso una voz interior o el rugido lejano de un tigre.

Siguió el vasto sonido hasta llegar al fondo del salón y fatigó la escalera caracol hasta la buhardilla. Adentro, un escritorio, un sillón de cuero  y un viejo baúl sin tapa que contenía un libro forrado con gamuza azulada.

Pasó algunas páginas apurado por descubrir el contenido del volumen.  La última vez que había sentido esa emoción por un libro, leía la Odisea de Homero que primero perteneció a los Griegos y después a todos los pueblos.

Las primeras hojas le revelaron sus pasos iníciales en las letras y los precedentes de los volúmenes que vendrían. En el segundo canon encontró su actualidad, reflejada sin secretos. En el tercero se encontró a sí mismo, convertido en tigre y en su eterna búsqueda del oro.  También le mostró su destino inevitable y su increíble final. Sería tan solo un ciego escritor de cuentos llamado Borges.

LA RAZÓN, de Héctor Faga

LA RAZÓN, de Héctor Faga

 

Era aún un niño cuando supo que tenía ese don que lo hacía diferente de los demás. Veía una persona y sabía de inmediato cuál era el estado de ánimo de ella. Tal vez su percepción estaba dada por el aura que sus ojos reconocían alrededor del cuerpo o quizá por los olores que llegaban a los pelos táctiles de su nariz o por los sonidos que sus oídos llanos decodificaban en mil mensajes que sólo él comprendía. Lo cierto es que nada le estaba vedado a su conocimiento. Pero la carga de aprehender a los demás como recién nacidos, sin mácula ni ropa que los ocultara, excedió su capacidad de absorción. Entonces, cegó sus ojos, emasculó sus oídos, taponó para siempre su olfato. Y fue feliz.

OBRA MAESTRA, de José Junco Ezquerra

OBRA MAESTRA, de José Junco Ezquerra

 

Su única obsesión consistía en retratar el auténtico rostro de la muerte. Cuando comprobó cómo ésta de iba apoderando de su cuerpo, cogió la cámara digital y empezó fotografiarse a sí mismo.

Ya empezaba  vislumbrar la silueta de la parca, y se preparó para el disparo final. Justo en ese instante, sus dedos inertes se desembarazaron de la máquina que cayó estrepitosamente al suelo rompiéndose en mil pedazos. Detrás siguió el estruendo provocado por su propio cuerpo.

Cuando el juez se presentó en la casa para ordenar el levantamiento del cadáver, comprobó, sorprendido, cómo aquel hombre tenía los ojos de distinto color: intenso negro azabache el derecho, azul casi transparente el otro.