LA RAZÓN, de Héctor Faga

Era aún un niño cuando supo que tenía ese don que lo hacía diferente de los demás. Veía una persona y sabía de inmediato cuál era el estado de ánimo de ella. Tal vez su percepción estaba dada por el aura que sus ojos reconocían alrededor del cuerpo o quizá por los olores que llegaban a los pelos táctiles de su nariz o por los sonidos que sus oídos llanos decodificaban en mil mensajes que sólo él comprendía. Lo cierto es que nada le estaba vedado a su conocimiento. Pero la carga de aprehender a los demás como recién nacidos, sin mácula ni ropa que los ocultara, excedió su capacidad de absorción. Entonces, cegó sus ojos, emasculó sus oídos, taponó para siempre su olfato. Y fue feliz.
0 comentarios