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Elogio de la brevedad

1936, de José Miguel Junco Ezquerra

1936, de José Miguel Junco Ezquerra

No fue que el espanto viniera reflejado en su rostro en el momento de nacer. Sus facciones eran alegres y en su expresión sólo podía adivinarse felicidad. En realidad fue un proceso lento el que provocó que poco a poco, de manera casi imperceptible el miedo se le fuera instalando en las órbitas de los ojos y en la comisura de los labios, al tiempo que el pelo se le erizaba y los músculos de la cara se le iban poniendo cada vez más tensos.

Empezó a notarlo cuando iba a cumplir los 28 años y todavía luchaba por reinstalarse en la normalidad. Con poco éxito, pero luchaba.

Había estado más de diez años movilizado y cuando finalmente le permitieron irse notó que era otra persona la que salía del cuartel aquella mañana con rumbo a ninguna parte.

De niño había sido un ser hipersensible. No consentía que en su presencia se matara ni una mosca. Decía que si las moscas estaban era por algo y que si era por nada, maldita la culpa que tenían. Alguien las habría puesto en el mundo para divertirse o para lo que fuera, y si las habían puesto para que las mataran con menos razón había que hacerlo.

Más tarde, cuando en el colegio la maestra le mandaba a coger mariposas, disecarlas y ponerlas en una caja con un alfiler clavado en el lomo se negaba también y repetía la misma teoría que había empleado para evitar que mataran  a las moscas.

“Si fuera por este muchacho aquí los animales tendrían derecho a la jubilación” decía la maestra a su madre no sin antes haberle expresado su desconcierto.

Por eso, cuando con apenas 15 años lo movilizaron para ir a la guerra no advirtió hasta mucho más tarde el efecto que habría de tener en su personalidad semejante cambio.

A la primera persona que vio morir fue a un muchacho de casi su misma edad. De repente estaba allí, a su lado, con un enorme agujero en la cara ensangrentada. Se puso a gritar con desesperación hasta que llegó el sargento y le espetó: “dispará, hijo de puta, o yo mismo te arranco la cabeza de un tiro”.

Nunca supo a ciencia cierta a cuántos había matado ni por qué. Pero cuando salió del cuartel, diez años más tarde, ya no era el mismo. No sólo que había crecido y ahora era un hombre sino que se había olvidado de cómo era reírse.

Se volvió un ser taciturno y atormentado. Le dieron un trabajo en una oficina, pero cuando notó que hasta los compañeros se asustaban cuando lo miraban a la cara, dejó el trabajo y se recluyó en su casa con sus recuerdos.

Poco antes de morir observó no sin asombro cómo en una de las mejillas iba apareciendo su propia imagen, vestido de soldado, y en la otra la del compañero muerto.

Enterado el obispo del suceso mandó recado al sacerdote de que procurara entrevistarse con él y le informara de lo que había visto.

Cuando el sacerdote, con una torpe excusa, intentó entrar en la casa, tras comprobar que en efecto las imágenes estaban allí, grabadas en su rostro, el hombre le dio un empujón al tiempo que le decía: “váyanse al carajo”.

 

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Ricardo Rubio