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Elogio de la brevedad

Héctor Faga

RORSCHACH, de Héctor Faga (BsAs)

RORSCHACH, de Héctor Faga (BsAs)

 

La mancha sobre el papel parecía adoptar figuras diversas, cambiantes, alternadas. Un segundo antes sólo era una visión informe en su retina. Un instante después, asombrosamente se había convertido en un pensamiento regurgitado, en un recuerdo impreso en el agua de las lágrimas, en un acto fallido de la conciencia. Tomó el papel, filoso en su filoso borde, y lo apoyó sobre su cuello, allí donde la yugular pugnaba por sobresalir bajo la piel. Un solo movimiento y, al instante, el dibujo se tiñó de un intenso rojo oscuro.

LA RAZÓN, de Héctor Faga

LA RAZÓN, de Héctor Faga

 

Era aún un niño cuando supo que tenía ese don que lo hacía diferente de los demás. Veía una persona y sabía de inmediato cuál era el estado de ánimo de ella. Tal vez su percepción estaba dada por el aura que sus ojos reconocían alrededor del cuerpo o quizá por los olores que llegaban a los pelos táctiles de su nariz o por los sonidos que sus oídos llanos decodificaban en mil mensajes que sólo él comprendía. Lo cierto es que nada le estaba vedado a su conocimiento. Pero la carga de aprehender a los demás como recién nacidos, sin mácula ni ropa que los ocultara, excedió su capacidad de absorción. Entonces, cegó sus ojos, emasculó sus oídos, taponó para siempre su olfato. Y fue feliz.

AQUÍ Y ALLÁ, de Héctor Faga

AQUÍ Y ALLÁ, de Héctor Faga

Amaneció. La luz negra del estipacio  fue cubriéndolo todo, desde el tréndido hasta el períscafo. Acreto saltó de su óndigo, donde había reposado, y fue al etolaque. Una reparadora astralopelagia terminó de despertarlo, mientras en la usularia, un humeante áptico terminaba de prepararse. Lo bebió de un sorbo, se calzó como pudo el blástico, tomó el acarigo lleno de documentos y salió a la rodadura. Era un hervidero de tusos, elicatos y sintonios. Chistó a un parero, pero éste siguió de largo. Resignado, comenzó a panotear. Otra vez llegaría tarde a su infensato. Es que es muy complicada la vida, así en Marte como en la Tierra.

EL LLANTO, de Héctor Faga

EL LLANTO, de Héctor Faga

Oyó el llanto. Era un llanto mínimo, impreciso. Un llanto solitario de cromosomas abrazados que le recordó de inmediato tantos otros llantos. Como el de aquel terrible día del accidente ferroviario que se llevó en un mismo instante a su padre y a su madre, sin que tuviera tiempo de ensayar un esbozo de despedida. Y era demasiado pequeña para saber siquiera a quién odiar. O el llanto juvenil del primer amor frustrado, del primer desengaño impreso en su retina, cuando encontró en una inequívoca situación equívoca a su novio con su mejor amiga compartiendo el lecho en la oscuridad de un cuarto apenas iluminado por su ausencia. O el llanto reciente del fracaso laboral, cuando ya pisando los cuarenta recibió la noticia de que algún señor extranjero al que nunca conociera había decidido que el puesto de ella era prescindible “por razones de mejor organización”, como suelen decir cuando no hay nada más para decir, y que debía renunciar y dedicarse a cobrar en pedacitos la magra indemnización amasada en tantos años de entregar sus propios años a la impersonal empresa de que hasta entonces formaba parte. Claro que ella no podía competir con su reemplazante, quince años más joven, quince años más fresca, quince años más encantadora, y para colmo, con más títulos que el de su a duras penas terminado secundario.

Todos estos llantos desgarradores, de lágrimas y mocos sin consuelo, se fueron enquistando angustiosamente bajo la piel y la endurecieron hasta el punto de que ella ya se consideraba inmune a cualquier tipo de ternura.

Sin embargo, se sabe que no todos los llantos son iguales.

Por eso, cuando oyó nuevamente el llanto entre sus piernas, dejó de pujar y comenzó a llorar ella también.

¡SÍ, HIJO!, de Héctor Faga

-Mamá, ¿me quieres?

-Sí, hijo, te quiero.

-Entonces, cómprame caramelos.

Y la madre, pacientemente, contaba las escasas monedas que ganaba lavando ropa para los vecinos y salía a comprar los dulces que el glotón engullía en pocos minutos.

-Madre, ¿me amas?

-Si, hijo, te amo.

-Entonces, hazme mi comida favorita.

Y la madre cocinaba para su malcriado, que devoraba todo lo que se le presentaba.

Cada día la misma historia.

El tiempo pasaba, las palabras cambiaban, pero el sentido de las frases era siempre el mismo.

-Vieja, ¿me quieres?

-Sí, hijo mío. Sabes que te quiero.

-Entonces, alcánzame un whisky.

Y allí iba la madre, pacientemente, a satisfacer el pedido de su hijo, que no se tomaba la molestia de servirse por sí mismo.

Un día la madre se sintió enferma.

Su salud, tantas veces postergada en el cuidado, se resintió de pronto.

Comenzó con una casi imperceptible parálisis facial acompañada de una desorientación espacio temporal.

No sabía dónde estaba ni por qué estaba allí.

-Madre, ¿me amas? -le preguntaba el hijo

-No sé -respondía ella confundida, al no entender del todo la pregunta.

Lentamente el cuadro se fue complicando y una noche tuvieron que internarla de urgencia.

De la ambulancia pasó directamente a terapia intensiva, donde la tuvieron en observación durante un par de días con las visitas estrictamente prohibidas.

Al tercero, cuando permitieron que el hijo fuera a verla, éste entró llorando a la sala donde la madre sostenía una dura batalla por la vida.

Se acercó al lecho y con voz quebrada le dijo al oído:

-Madre, si me quieres, no te mueras.

Entonces, la madre no se murió.


NOÉ Y SU VECINO JOSAFAT, de Héctor Faga

  

Con apenas seiscientos años recién cumplidos, Noé estaba en la plenitud de sus fuerzas.

Vivía feliz con su esposa, sus tres hijos y sus nueras, que eran una verdadera maravilla.

La paz y la armonía reinaban por doquier.

Sin embargo, algo no estaba bien en el lugar en que habitaban.

Un día que Noé estaba caminando por el prado se oyó una voz del cielo que decía:

- Noé, construye una embarcación para ti y tu familia. Fabrícala grande para que todos puedan estar cómodos. Hazla con madera resinosa. Fabrícala de cañizo por dentro y calafatéala por fuera con betún. Así es como la harás: la longitud del arca será de trescientos codos, su anchura de cincuenta codos y su altura de treinta codos. Le harás una cubierta y a un codo la rematarás por encima, pondrás la puerta del arca en su costado y harás un primer piso, un segundo y un tercero. Cuando esté terminada, introducirás en el arca una pareja de animales de cada especie. Yo mandaré un diluvio que acabará con quienes no estén dentro del barco.

Noé no estaba acostumbrado a que le hablaran desde lo alto, así que al principio sintió curiosidad y luego un temor reverencial.

Pero respetuoso de la voluntad divina comenzó a diseñar un barco con las instrucciones recibidas y de las dimensiones indicadas.

Junto con sus hijos Sem, Cam y Jafet se dirigieron a los bosques cercanos a cortar árboles que fueran aptos para armar el arca.

Pero como era mucho trabajo para ellos solos, Noé invitó a su vecino Josafat a ayudarlo en la construcción del bote.

Josafat, que era un escéptico, se negó.

Mientras Noé y su familia trabajaban construyendo la enorme embarcación, Josafat miraba al cielo y decía:

- Si llega a llover, me emasculo.

Las escrituras no lo aclaran, pero el rumor que corre es que Josafat fue el primer eunuco de la historia.