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Elogio de la brevedad

EL OSO GRIS, de Alfredo Martty

EL OSO GRIS, de Alfredo Martty

 Ambos novatos portaban escopetas; los acompañaban los perros. Al atardecer iniciaron la cacería buscando un oso gris en medio del bosque. Un ruido ligero los alertó cuando anochecía. Se detuvieron a escuchar; los perros estaban nerviosos. Aprestaron las armas y avanzaron lentamente por el sendero. Temían recibir un zarpazo en la oscuridad. El ruido estaba ahora muy cerca del camino. El temor consumía a los cazadores. No veían nada y no querían prender las linternas. El ruido creció y una rata les pasó entre las piernas, para terminar entre los dientes de uno de los perros. El miedo los había paralizado. Justo en ese momento, apareció el oso.

 

POSTALES, por Daniel Abelenda Bonnet (Uruguay)

Colonia del Sacramento, agosto 2008.
Querido amigo:

Semanas muy agitadas. Sigo trabajando en el Colegio de lunes a viernes. Los fines de semana los paso en Montevideo, me quedo en el apartamento de D. Los martes de tarde tomo el bondi así la veo más seguido (cinco días de sequía es mucho tiempo, ¿no?). Los miércoles tengo que levantarme a las 4 de la matina y caminar 20 cuadras hasta la terminal. Llego justo a las 8 a Colonia para aguantar a los nenes bien, a quienes les interesa un corno aprender Inglés. Termino muerto. Una locura, pero D. vale la pena. Vamos al cine, charlamos de todo y tiene unas tetas divinas.

ESCRIBIME.
Tu amigo, J.
P.D. ¿Me estaré enamorando?

UN VACIO, de Carmen María Camacho

  

Toda la noche sentí como un insomnio con ondulaciones lilas y doradas, con un vacío inmenso en mi cerebro, como si mis neuronas hubiesen sido extraídas. Extendí mis extremidades y las sentí livianas, de modo que abandoné las sábanas blancas y me dirigí al jardín en donde acostumbraba a batir sus alas un picaflor verde azulado, extrañaba no verlo. Busqué por todos lados y el picaflor no estaba, el jardín había desaparecido ante mí. Bostecé extendiendo los brazos y me puse a pensar si todavía estaba soñando o ya estaba despierta, pudiendo comprobar al tocarme, que mi cuerpo estaba conmigo, mis manos estaban conmigo, mis ojos tenían la vivacidad de la noche anterior a pesar del insomnio. El jardín había desaparecido en mi presencia. Signos incomprensibles se pintaron en mis ojos y en mi corazón lavando la jauría de sentimientos enclavados en mis entrañas con su alegría dorada y contagiosa. Luego se ausentaron convertidos en luceros, jirones del aire y de la prisa.

Y regresé a la cama....

EL MENDIGO Y EL PERRO, de Araceli Otamendi

Sabe dormir en la calle, en el barrio de Palermo un mendigo al que acompaña un perro.

El mendigo duerme envuelto en una frazada polar, de color brillante, seguramente alguien se la ha acercado.

Lo acompaña un perro.

El perro es negro y de piel lustrosa. Tiene dos manchas de color café con leche sobre los ojos, a modo de cejas.

El perro, se instala cerca del mendigo y en los días fríos, de bajo cero, duermen los dos muy juntos para darse calor.

El mendigo no tiene un sitio fijo. Va cambiando de calle, puede dormir en medio de la vereda.

El otro día, en la Avenida Santa Fe estaba el perro pero no el mendigo. El perro dormía cerca de una medialuna que seguramente alguien o el mismo mendigo le había acercado. Los ruidos de los automóviles y colectivos no perturban al perro quien permanece inmóvil en el lugar, esperando seguramente al mendigo.

Era la mañana de un día luminoso y el perro estaba solo. El mendigo no estaba. El perro estaba echado en la calle, descansaba pero no dormía.

El mendigo no estaba.

Nunca se ve la cara del mendigo. A veces aparece por ahí un hombre solitario, cubierto apenas con harapos negros y sucios, camina por la calle y todos se alejan cuando lo ven.

Víctima de la locura, la suciedad, la miseria, el mendigo anda por ahí.

Puede ser el mendigo que duerme con el perro, tal vez. No se sabe.

A la tarde, seguramente en una de esas calles que recorría Borges, a las que les cantaba, que caminaba para ver a su amigo Xul Solar, se podrá encontrar al mendigo y también al perro.

 

MASCARADA, de Amalia Esther Frugoni Zavala

Es un médico residente dirigiéndose al hospital. Maneja tenso. Lo sorprende veloz persecución policía-ladrones intercambiando balas con destino incierto.   Al buscar atajos, le impide el paso nutrida marcha de protesta social. Como todos los días, la calle es un pandemonio.  Llega tarde. Nervioso. Malhumorado.

—Entrá  doc, tomate éste.

Uniéndose al grupo acepta el mate ofrecido: lata de conserva, bombilla mordida entre dientes discontinuos tatuados de nicotina. Amable ronda. ¡Qué bien se siente entre ellos!

Una puerta entreabierta desnuda pudores del hombre de pie en la palangana, a quien-con trapo rejilla enjabonado- recorren su geografía. Blasfema. Amenaza. Llora…

—¡Silencio, “parensen” que llega el candidato!

Vestido para la ocasión, galera de papel en la cabeza (se rasca con sospechosa insistencia), ostenta cetro de palo de escoba. El futuro presidente sonríe; regala besos. Gime chirriando óxido el carrito porta platos. Dos internos recogen restos.  Uno echa en el inodoro mezcla de fideos, pedazos de pan, cáscaras  de mandarina. Acciona la cadena mientras grita: ¡Atención los de abajo, va la comida!

Vladimir, príncipe ruso, dicta sus memorias. Dice pertenecer a la dinastía Romanov;  promete salvar a todos cuando maten a Rasputin.  Se oye una armónica; compases de vals invitan a bailar; reverencia, pasos largos, ojos soñadores.  En el patio de tierra filosofa solitario descalzo.  Dibuja infinitas vueltas alrededor del dorado, otoñal guinkgo biloba. Se detiene, orina el tronco; aplaude ¡feliz primavera!  y suelta mariposas guardadas en los bolsillos.

Vivencias de Antón Pirulero donde cada singularidad atiende su juego e integra, naturalmente, esta comunidad de diferentes. Juegan. Viven. Son ellos, en libertad.

Ruidosa colisión de vehículos atrae la atención del médico. Mira desde la ventana empalizada con gruesos barrotes: conductores exaltados escupen violencia a golpes, rodeados de bocinazos e improperios.  Focaliza alternativamente, los dos escenarios.  Se acerca a uno de sus pacientes.

—¿Me prestas tu ropa? Yo te regalo la mía.

El “loco” salta de alegría. Luce guardapolvo y estetoscopio. ¡Ahora él es el doc!  Intenta auscultar el misterioso  latir  del corazón…

Interrogado por el director del hospital, el médico residente se ofrece a cubrir  guardias permanentes.

Ha decidido preservar su cordura lejos del inhóspito manicomio ciudadano.

 

AQUÍ Y ALLÁ, de Héctor Faga

AQUÍ Y ALLÁ, de Héctor Faga

Amaneció. La luz negra del estipacio  fue cubriéndolo todo, desde el tréndido hasta el períscafo. Acreto saltó de su óndigo, donde había reposado, y fue al etolaque. Una reparadora astralopelagia terminó de despertarlo, mientras en la usularia, un humeante áptico terminaba de prepararse. Lo bebió de un sorbo, se calzó como pudo el blástico, tomó el acarigo lleno de documentos y salió a la rodadura. Era un hervidero de tusos, elicatos y sintonios. Chistó a un parero, pero éste siguió de largo. Resignado, comenzó a panotear. Otra vez llegaría tarde a su infensato. Es que es muy complicada la vida, así en Marte como en la Tierra.

AMNESIA, de Sara Vanégas Coveña (Ecuador)

AMNESIA, de Sara Vanégas Coveña (Ecuador)

Era un ser extraño, impreciso. Llegó a la habitación como flotando, a través de una ventana cerrada, cosa que lo desconcertó tremendamente. Temeroso, quiso observar al recién llegado y entonces supo que era observado. El extraño lo llamó por su nombre, con una voz que parecía ser la suya propia, como si saliera de su garganta adolescente. Cada vez más confundido, y sin proponérselo, miró los ojos del intruso y los encontró inmensos y de un negro tan intenso que, en un instante, y quizá por defenderse del asombro del chico, oscureció totalmente el cuarto. No se podía ver ya nada, y entró en pánico. Quiso correr y gritar, pero no logró mover ni un músculo de su cuerpo… Cuando volvió en sí ya era noche, y al mirarse al espejo descubrió en su rostro dos inequívocos ojos negros, muy grandes. No recordaba nada.

 

EL LLANTO, de Héctor Faga

EL LLANTO, de Héctor Faga

Oyó el llanto. Era un llanto mínimo, impreciso. Un llanto solitario de cromosomas abrazados que le recordó de inmediato tantos otros llantos. Como el de aquel terrible día del accidente ferroviario que se llevó en un mismo instante a su padre y a su madre, sin que tuviera tiempo de ensayar un esbozo de despedida. Y era demasiado pequeña para saber siquiera a quién odiar. O el llanto juvenil del primer amor frustrado, del primer desengaño impreso en su retina, cuando encontró en una inequívoca situación equívoca a su novio con su mejor amiga compartiendo el lecho en la oscuridad de un cuarto apenas iluminado por su ausencia. O el llanto reciente del fracaso laboral, cuando ya pisando los cuarenta recibió la noticia de que algún señor extranjero al que nunca conociera había decidido que el puesto de ella era prescindible “por razones de mejor organización”, como suelen decir cuando no hay nada más para decir, y que debía renunciar y dedicarse a cobrar en pedacitos la magra indemnización amasada en tantos años de entregar sus propios años a la impersonal empresa de que hasta entonces formaba parte. Claro que ella no podía competir con su reemplazante, quince años más joven, quince años más fresca, quince años más encantadora, y para colmo, con más títulos que el de su a duras penas terminado secundario.

Todos estos llantos desgarradores, de lágrimas y mocos sin consuelo, se fueron enquistando angustiosamente bajo la piel y la endurecieron hasta el punto de que ella ya se consideraba inmune a cualquier tipo de ternura.

Sin embargo, se sabe que no todos los llantos son iguales.

Por eso, cuando oyó nuevamente el llanto entre sus piernas, dejó de pujar y comenzó a llorar ella también.

MARIO Y YO, de Rolando Revagliatti

MARIO Y YO, de Rolando Revagliatti

 

Mario había ido a bailar (a ver bailar) al Club Villa Malcom. Yo concurría siempre con mis amigas. Era avispada —expresión de mi madre—, y con chispa. Y la de más éxito. Bailaba lo que fuera —“la ardilla tropical”—, no sólo cumbias y lento. Prefería a los carilindos, y dentro de estos, a los respingones. Le daba muchísima importancia al pelo de los muchachos. Al corte y a la consistencia. Los lacios me enloquecían. Pero carilindos, respingones y con espectacular cabellera, me aburrían soberanamente después de las primeras salidas. El más rescatable resultó uno al que le decían Larry. Perspicaz, tenía conversación, y estaba embarcado en un trabajito delineado, de mucha paciencia, conmigo. Pero no alcanzó.

Mario, contra una columna, me seguía con la vista, cuando lo descubrí. Evalué. No reunía mis condiciones pero tenía encanto. Una cierta tristeza. Vida interior. Pensaba: debe tener vida interior. Me acerqué a la columna. (A su lado, el urso veterano con orejas y nariz de boxeador que cuidaba “el orden y la moral del establecimiento”.) Encaré a Mario sonriendo: No te vi bailar. Dijo: No sé. Y algo más: Ni boleros. Consideré: Alguien tendría que enseñarte. Y algo más: Me propongo. El sonrió, por fin, y me preguntó: ¿Estás segura?

Pasaron muchas cosas en tantos años. Entre las desagradables están los abortos que me hice. Ya no soy alegre. Estoy al frente de una perfumería en la que participo como habilitada. Ando siempre diez puntos (pilchas y maquillaje) y no realizo casi ninguna tarea doméstica. Volví a estudiar inglés, y practico aerobismo y equitación. Siento un miedo visceral a que mis padres, con los que aún convivo, fallezcan. Y el viernes me caso con Mario. Nos vamos a Ranelagh, donde él heredó un laboratorio de productos químicos para mantenimiento industrial.

DESALOJO, de Marta Dulce

DESALOJO, de Marta Dulce

El mate calentaba el hambre que la olla vacía no saciaba. El silbido helado de las hendijas enmudecía la mano tiesa sobre el papel arrugado. La birome, sin capuchón, esperaba indecisa a un costado del codo flaco y desnutrido.

El hombre gordo suspiraba impaciencia sobre el portafolio de cuerina resquebrajada por la insolencia y la intolerancia.

Un simple garabato imposible de eludir constataría las deudas de la desocupación y la miseria, cerraría las hendijas para siempre y acunaría la pobreza bajo una manta y diarios viejos en alguna vereda acogedora.

Los ojos vidriosos fotografiaron en la memoria el catre desvencijado, la pava negra y abollada, el mate de lata y la bombita de veinticinco que colgaba de un cable raído.

Firmó. Se fue con la manta a saludar al viento.

El gordo dio la señal a los hombres de mameluco que fumaban afuera.

AMNESIA, de José Miguel Junco Ezquerra

AMNESIA, de José Miguel Junco Ezquerra

  

 Lo mató. Final inevitable a una larga cadena de sufrimientos y vejaciones; a una prolongada e inenarrable estancia en el infierno del dolor y la locura. Por eso, lo mató. Ya fuera de control, despersonalizada, llevada por un extraño instinto de supervivencia.

Sin embargo, cuando años más tarde se lo encontró en el restaurante al que había ido a comer con su pareja, no fue capaz de reconocerlo. A pesar de que estaba exactamente igual que la última vez que lo había visto.

LA OTRA TIERRA, de Ricardo Rubio

LA OTRA TIERRA, de Ricardo Rubio

Sentía rechazo por las ideas de los adultos de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba, o creía que pensaba en la estafa de sus mayores y la de los mayores de sus mayores, y esa mañana decidió cambiar para seguir siendo el mismo. Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su padre (el postizo) no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría la boca; para sus hermanos no tuvo ni el destello del desgano. Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de los hombres concordaban con sus manos. Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.

HORÓSCOPO, de Amalia Esther Frugoni Zavala

 

¿Qué me hizo permanecer y escuchar? Quizá el ensordecedor silencio, o las ganas de una voz que pronunciara  mi nombre, o la avenida con luces amarillas atizando fantasías de caminarla juntos... precisamente en esa fecha  que quería olvidar.

La locutora tentaba con su propuesta: “De la mano con las estrellas”. Conectados teléfono y radio, dije:   me llamo... nací  el...          

¡Qué bueno! La Luna en Piscis; ascendente en Aries; el Sol... el Sol y la carta dorada, ¡triunfo! El caballero de pie; llega... un ejecutivo, con muy buen pasar. Viajes, muchos viajes... Prepárate a recibirlo; vence  tu  timidez;  renueva  tu vestuario; acepta  invitaciones.  ¡Busca tu destino!

Mis sensaciones colisionaron. Nunca había creído. Y si... probara, como un juego... ¿Qué podía perder...?  De ser cierto, ¿volverían mis sueños?

Salí de compras. Compartí charlas agradables. Frené avances inoportunos.

¡Qué insensatez la mía!   

Al terminar el horario de oficina, hoy -con entusiasmo de ser viernes- esperé el colectivo. Pesados gotones, viento en remolino, tormenta desatada. Busqué refugio en un bar. Lluvia  cada vez más densa; anegamiento de calles y de veredas; natural pirotecnia; todo confabulándose e impidiendo cumplir mi proyecto: estaba presa en el lugar. Las agujas del reloj, desafiantes. Mojada, el cabello desordenado, me sentí torpe, riñendo conmigo.

Alguien bajó de un taxi. Corrí a ocuparlo. Di las señas de un largo trayecto. Ovillada en el asiento cerré los ojos; tenía frío. Tristes vinieron a mí, versos que murmuré escapándolos: ”Oigo las voces que yo pienso, las voces que me piensan al pensarlas.”

Inesperadamente, el conductor remató desde el espejo: “Soy la sombra que arrojan mis palabras.”

Fiel a un impulso inédito, descrucé las piernas acercándome al respaldo delantero... Apoyé los labios en esa media cara visible, desconocida y próxima. (¿Qué estrella me sostuvo de la mano?)

Omnímoda presencia, la palabra habitada cautivó  mi corazón.

AMPARO, de Marta Dulce

 

Amparo, empachada de papas a la pimienta y empapada de sudor, entró en la casa del comisario Cardozo. Pálida y palpitante, vomitaba palabras con gestos exagerados. Parloteaba con la premura de quien presiente partir a otra vida. Cardozo escuchaba con cautela. En su desesperación, Amparo cayó en los brazos del comisario, quien sentía con cierto asco la carne floja del cuerpo inconsciente de su vecina. Cuando apoyó la cabeza colgante en el suelo, oyó un sonido extraño en las entrañas ocultas bajo las formas ampulosas de Amparo. Un silbido asesino se esfumó por los labios cerrados, colmando la nariz de Cardozo de un olor tan fétido como el del sulfuro. Furioso y conmovido, el comisario llamó a Carmela, su concubina, para que se comunicara urgentemente con el sargento Gervasio Santos. En la 35, los mates intentaban apurar la digestión del sargento. Por apurado y sorpresivo, el llamado le cortó el metabolismo. Se ajustó el arma al cinto y salió a la calle con el rostro gravado por la gravedad de su cargo. Impávido, tocó la puerta que Carmela abrió tropezando con el cuerpo de Amparo. Cardozo fijó la vista en Gervasio, y éste en la concubina. El sargento Santos calló mientras miraba a su esposa. Esposado fue conducido a la celda. En la penumbra, eructó soledad con sabor a pimienta, mientras soñaba su desamparo, lejos de las caricias de Carmela.

LA MARIPOSA, de José Miguel Junco Ezquerra

LA MARIPOSA, de José Miguel Junco Ezquerra

 

Moscas de arena, para nada extrañas, golpeaban con furia su cuerpo completamente desnudo. Un sol circunstancial se mostraba agresivo hasta herirle los ojos. Resultaban grotescas aquellas repentinas lágrimas de sangre que caían con descaro hasta la calle sin asfaltar.

 

No conseguía entender cómo era posible que no sintiera vergüenza al observar sus pechos agitándose libremente a un ritmo acompasado con su apresurado andar anárquico y circunspecto.

En realidad no conseguía entender nada. Tampoco el sentido de aquellas carreras alocadas de niños sin escuela. Tampoco el pasar descompuesto en dirección contraria de otros hombres y mujeres desnudos.

 

Una mariposa enorme se posó sin permiso en su boca y no le resultó posible despegarla, quitársela de encima. ¡ Corra! ¡Corra! -Oyó gritar a su espalda.

 

El estruendo que procedió a la bomba le hizo recobrar el sentido de la realidad: no tenía brazos con que quitarse la mariposa que, cada vez con más fuerza, succionaba sus labios.

CAMILA Y LA MARIPOSA BLANCA (Cuento Infantil) de Jorge Alberto Baudés

CAMILA Y LA MARIPOSA BLANCA (Cuento Infantil) de Jorge Alberto Baudés

—Mirá mamá, una hojita de tu libreta se voló con el viento.

—No, Cami, es una mariposa blanca.

—Y muerde la marisopa?

—No mi amor, se llama mariposa y es buena.

—Y también linda, má.

—Es el premio que le dio la naturaleza por trabajar tanto.

—¿Qué, es empleada como papá?

—No, Camila, ella es muy laboriosa y teje un capullo del que después sacan la seda.

—¿Como tus medias, má?

—Sí, las que se rompen tan seguido.

—Y la puedo tocar?

—Claro, ¡pero se volará antes de que te acerques mucho!

—Mirá mamá, la agarré con los dedos, pero parece triste... ¡No tiene colores!

—Bueno, hija, así lo decidió la madre naturaleza.

Camila se quedó callada, en un rincón cantando bajito mientras contemplaba a su pequeña mascota tratando de no lastimarla.

—¿Qué hacés, Camila? —musitó su madre sorprendida por tanto silencio. 

Al darse vuelta, la niña dejó escapar junto con su amiga marisopa (digo, mariposa), una sonrisa cómplice. Por el suelo quedaban desparramados varios crayones de colores, similares a las alas de su amiga que, coqueta y pintarrajeada, volvió a retomar su vuelo, luego de recuperar su libertad... y sus alas, paleta de pintor.

 

LAS VOCES, de María Julia Usandivaras

 

Las voces que atravesaban la pared se oían cada vez más fuerte. Me pareció que estaban discutiendo; se trataba de un hombre y una mujer. Ella ahora gritaba con furia, él respondía con una gárgara ronca y no llegaba a entender lo que decía.

De pronto, la mujer empezó a llorar estrepitosamente, luego escuché un ruido que me paralizó. El silencio se hizo total.

Cuando me levanté para cerrar la ventana, vi a la gente que rodeaba el cuerpo muerto de ella en medio de la calle.

Por fin podría dormir tranquila.

Dos de Maria Eugenia Caseiro

Dos de Maria Eugenia Caseiro

LIBRE

 

Se frotó los ojos desafiando la luz que atravesaba un nido de pestañas, una pared, otra, otra… Finalmente, disparó el último grito del revólver. El humo de la pólvora se llevó el dolor y lo libró para siempre de la luz.

 

 

CEGUERA

 

Cuando todos se habituaron a mirar sin ver, la noche se hizo eterna. Hoy ya nadie puede reconocerse en los espejos.

 

 

LA MONEDA DE CINCUENTA, de Jorge Alberto Baudés

LA MONEDA DE CINCUENTA, de Jorge Alberto Baudés

 

Miguel la sacó del bolsillo de su guardapolvo y la introdujo por la angosta ranura del recipiente redondo con forma de reloj y con dibujos infantiles. La sintió caer, pero su marcha se detuvo en medio de un ensordecedor ruido metálico.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó la moneda.

—Somos todas monedas como vos, pero de cinco y diez centavos.

—Yo, en cambio, soy de Cincuenta —murmuró la recién llegada—. No debería estar con ustedes pues valgo más.

—No seas injusta, ya que por ser más grande, debés protegernos como una hermana mayor —le replicaron.

—Ya, ya, no me molesten. Apenas Miguelito desee comprarse algo, unas golosinas o un  juguete, yo saldré primera de este encierro y le daré el gusto que quiera.

Fu pasando el tiempo y el niño quitó una a una las pequeñas monedas ahorradas hasta que, finalmente, la moneda de cincuenta se quedó solitaria y triste, sin ninguna compañera, con quien mandarse la parte.

—Miguel, Miguelito —clamaba a través de la ranura de la alcancía la triste moneda—. Mirame, aquí estoy.

Pero su voz retumbaba sin que la escucharan desde el exterior.

Un día, un perfume de flores le anunció que había llegado el verano y el bullicio de varios niños que rondaban cerca le hizo comprender a nuestra amiga que se aproximaban las vacaciones. Un fuerte sacudón, unas vueltas en el aire, y al sentirse deslizar en la mano de Miguelito fue una sucesión de breves instantes que llevaron a la opacada y adormecida moneda a despabilarse antes de ser cambiada por unos caramelos. Su nuevo destino fue un cajón del quisco, dividido en casillitas, donde fue arrojada sin muchos miramientos.

—Pero, ¿cómo me trata así, no ve que soy una moneda de Cincuenta ? -murmuró indignada.

En ese momento se escucharon unas pequeñas risitas dentro del cajón. Eran sus antiguas compañeras a las que volvía a encontrar. ¡El cinco y el cero se hamacaron de risa en sus dorados cachetes!

PIEL SUAVE, de Mariel Florentino

PIEL SUAVE, de Mariel Florentino

 

 

Entró Sorpresivamente en aquella alcoba fría, unos ojos celestes y cálidos la recorrieron con su mirada.

Cerró la puerta y caminó hacia los ojos, se sentó y su mano halló el calor que buscaba en la caricia.

Introdujo su cuerpo entre la suavidad de las sábanas de seda y el frío de sus pies fue desapareciendo.

Incómodo, el siamés maulló.